¿Seleccionar embriones para evitar una enfermedad en el hijo?

La situación que se plantea cuando se padece o ha padecido una enfermedad grave y hereditaria y se quiere formar una familia y tener hijos, puede ser extremadamente difícil. Por ejemplo, el retinoblastoma es una enfermedad que produce un tumor dentro del ojo y que puede extenderse a otras partes, generalmente en el sistema nervioso. Se produce cuando el niño es aún muy pequeñito, y muy frecuentemente hay que extirpar el ojo. Esto, sorprendentemente, no afecta tanto a los niños y en breve se recuperan; con una prótesis apenas se nota y no interfiere en las relaciones sociales. Se conserva la visión con el otro ojo y quedan curados. Pero en casos complicados y menos frecuentes, la visión e incluso la vida pueden correr serio peligro.

Quien lo ha sufrido lo sabe, y por nada del mundo quisiera que sus hijos nacieran con esa herencia. Sin embargo, aunque no todas las formas de la enfermedad son hereditarias con la misma frecuencia, una vez que se ha comprobado que la madre o el padre presentan una anomalía genética que se trasmite con carácter autosómico dominante, la probabilidad de que un hijo suyo la herede es del 50%. Esto que sucede con el retinoblastoma, se repite de forma similar con otras enfermedades poco frecuentes, pero graves.

La solución que en ocasiones pueden proponer algunos médicos es realizar una fecundación in vitro (FIV) y seleccionar un embrión sin la alteración genética. Se toma un óvulo de la madre, se fecunda en una placa de laboratorio con un espermatozoide del padre, y se obtiene un nuevo ser humano en estado embrionario, que se implanta en el útero de la mujer. Produciendo varios embriones, se les puede aplicar una prueba genética para ver si presentan la alteración de la enfermedad o están libres de ella. Por ejemplo, si se producen dos embriones en laboratorio, es probable que uno tenga la alteración de la enfermedad y otro no. Se trataría de implantar el que no tiene la enfermedad y descartar el primero. Como el proceso de FIV es mucho menos exitoso que el proceso natural de procreación, muchos embriones no consiguen implantarse, por lo que no bastará con generar dos embriones, se generarán varios y si sobran, se congelarán, por si se quiere tener más hijos. La razón por la que se congelan embriones y no óvulos para ser fecundados más adelante -lo cuál sería más ético, pues los óvulos son células reproductoras y no seres humanos-, es porque los óvulos no resisten la congelación. No obstante, el proceso de congelación/descongelación tampoco es totalmente exitoso para los embriones, y una parte queda también sin vida.

 Hay, sin embargo, una dignidad especial en la conexión entre el acto de amor de los esposos y la generación de la vida, que se produce en el seno de la mujer y es recibida como don de Dios, no como producto. Esta cuestión delicada, esencial, puede resultar muy difícil de entender para quien se encuentre en uno de estos problemas tan graves, pero es importante darse cuenta de que hacer lo correcto, aunque sea difícil, no es un frío y cruel imperativo moral, sino que es el camino del bien y de la dignidad para la propia persona, para su plenitud y su alegría. Desligar ambos procesos -el acto de amor de los esposos y la generación de la vida, misteriosamente unidos por el Creador- e instrumentalizar la procreación sacándola a un laboratorio, obteniendo óvulos por punción y espermatozoides por masturbación, y poniendo el inicio de la vida en manos de técnicos, aunque sea con una finalidad muy buena, no es coherente con el bien y la dignidad suprema del ser humano que nace, ni de los padres que procrean. De hecho, es vivido como un proceso duro por los que se someten a él, y no solamente por las dificultades de la técnica, sino porque existe ese problema de fondo, aunque uno ni siquiera llegue a planteárselo conscientemente.

 Otro problema es el que podríamos llamar, en palabras del Papa Francisco, la "cultura del descarte". En el caso, por ejemplo, de que se generen seis embriones en el laboratorio, descartaremos tres porque tenían ese problema genético. Se trata de tres individuos humanos irrepetibles, que ya existen, aunque estén en estado embrionario. Una vez creados, ¿está bien negarles la existencia? Los padres que se plantean recurrir a estas técnicas porque son portadores de esa alteración genética de la enfermedad, entenderán que ellos mismos no habrían nacido si se les hubiese sometido a la misma prueba. Aquellos otros que ya tienen hijos con esa enfermedad, ni se plantearían prescindir de ellos, aunque tengan que pasar por eso. Esa aparente solución no sirve para evitar una enfermedad en el hijo, sino para evitar al hijo con esa enfermedad, que es distinto. 

Entonces, ¿cuál es la solución? No tenemos exactamente las soluciones que queremos para todo, y eso no es fácil de aceptar en nuestra cultura occidental tecnológica, que pretende que todo tenga una solución técnica. Es muy duro para unos padres plantearse el riesgo de tener hijos por el procedimiento natural, sabiendo que hay muchas probabilidades de que nazcan con esa herencia alterada, que les hará sufrir. Quisieran evitarlo, pero no pueden. Ese riesgo, en realidad, no se evita con la FIV, que también genera embriones con la enfermedad. La diferencia real entre la procreación natural y la FIV es que, con el procedimiento natural, esos niños nacen y sufren la enfermedad, y con la FIV no la llegan a padecerla porque son descartados, eliminados. Aparte de los que pierden la vida por la falta de éxito de la propia técnica.

Cuando el riesgo hereditario es alto e inaceptable -lo cual hay que valorar según cada caso-, la opción no es la cultura del descarte; tal vez sí lo es la cultura de la inclusión. Aunque no haya una buena solución técnica, puede haber un camino humano. Quizá haya un niño o niña que les necesita como padres: ¿no podría ser esta una solución verdaderamente buena y humana? Los hijos del corazón son tan hijos como los biológicos: Jesús era hijo biológico de María, e hijo del corazón (adoptivo) de José. Sabemos que Él estaba unido a sus padres en todo:

"Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón" (Lucas 2, 51)

 

 

 

 

 

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