FUENTE : FORUM LIBERTAS
Cualquier intento de conferir un significado trascendental al sexo se percibe como un residuo arcaico, da pereza.
Pues se asocia de inmediato con la mal explicada virtud de la pureza que dominó ciertos sectores religiosos en los años noventa. Esta cultura, que promovía la abstinencia y exaltaba la virginidad, ha sido acusada de causar trauma, de promover la misoginia, de sostener la cultura de la violación y un largo etc
La mal explicada cultura de la pureza se ha convertido en el hazme reír ideal: un sistema de valores expuestos sin sustento, demasiado fácil de ridiculizar y más en una sociedad que ha redefinido el sexo como una mera forma de entretenimiento.
Sin embargo, mientras nos afanamos en demoler incluso las cosas buenas de aquella época, nos negamos a ver la brutalidad de su sucesora.
Si bien la pureza pudo haberse convertido en una carga malsana para algunos, por haberse explicado mal, su contracara contemporánea no solo desestima cualquier aspecto moral o trascendente del sexo, sino que lo degrada hasta lo puramente utilitario.
Lo que antes era una «libertad sexual» que prometía emancipación, hoy se despliega como un frío mercado de carne, un espectáculo de monouso y descarte que encuentra en la tecnología su aliado perfecto.
Noticias recientes resumen a la perfección esta decadencia: el caso de mujeres que tienen sexo anónimo con extraños (el caso Bonnie Blue) y publican los encuentros en línea como una demostración de empoderamiento. Un abismo en el que el sexo se despoja de todo vínculo emocional, quedando reducido a una mecánica transacción de placer inmediato. No se trata solo de una expresión extrema de libertinaje, sino de una visión del ser humano como mero instrumento de consumo.
El problema de considerar el sexo como algo puramente recreativo no radica en una cuestión de moralidad religiosa, sino en sus efectos deshumanizantes.
En culturas anteriores, el sexo era comprendido como un acto sagrado, cargado de significado en la estructura social y en la propia comprensión de lo que significa ser humano. Tanto el judaísmo como el cristianismo es considerado un asunto de gran carga espiritual.
En el Nuevo Testamento, Pablo advertía que la unión sexual entre un hombre y una prostituta no solo era un acto inmoral, sino un pecado contra el propio cuerpo del hombre, porque rompía con la unidad y la dignidad inherente al acto.
La satisfacción del deseo inmediato pasó a ser el único criterio relevante
La revolución sexual, por el contrario, separó el sexo de cualquier rol en una relación interpersonal duradera.
Esta forma de concebir la sexualidad no solo ha moldeado nuestra cultura, sino que ha dado lugar a una serie de contradicciones evidentes.
Por un lado, insistimos en la idea de que el sexo es un simple entretenimiento, una actividad lúdica sin mayores consecuencias. Por otro, reconocemos instintivamente que la agresión sexual es algo cualitativamente distinto a cualquier otra forma de violencia, precisamente porque atenta contra una dimensión fundamental de la identidad humana.
La trivialización del sexo también ha empobrecido nuestra forma de relacionarnos con los demás.
«Un match express» o la aventura fugaz, tan celebrada como un símbolo de liberación, es esencialmente incompatible con la ética del sexo conyugal, y, de hecho, es mucho más cercana a la lógica de la pornografía.
En ambos casos, el otro es un objeto de placer y no un ser humano con quien se comparte una experiencia significativa. La difusión del porno y la normalización del sexo casual han convertido las relaciones humanas en un mercado de consumo efímero. Hemos llegado al punto en que esta degradación no solo se tolera, sino que se glorifica.
Cualquiera que ose criticar la promoción del sexo despersonalizado es tildado de retrógrado o puritano. Lo que ayer parecía una aberración, hoy es defendido como una forma de empoderamiento. Además quienes promueven este bucle de impureza no solo no son censurados, sino que son aplaudidos por desafiar «las normas opresivas». L
Sí, la cultura mal interpretada de la pureza tenía sus problemas. Exacerbó la culpa, creó ansiedades innecesarias y en ocasiones redujo el valor de una persona a su historial sexual.
Pero al menos comprendía algo esencial: que el sexo es sagrado, que el cuerpo humano no es una mercancía y que la manera en que nos entregamos a otro refleja cómo nos valoramos a nosotros mismos y a los demás.
La cultura que la ha sustituido no solo ha fallado en mejorar estos problemas, sino que ha sumido nuestra concepción del sexo en un vacío nihilista.
No se trata de regresar a una visión opresiva de la sexualidad, sino de reconocer que su mercadeo nos ha llevado a una deshumanización progresiva.
Tratar el sexo como un recreativo no nos ha liberado; nos ha encadenado a una forma de existencia en la que los demás son solo medios y nunca fines para la vida eterna.
Y en ese mundo, lejos de ser dueños de nuestro propio placer, nos convertimos en esclavos de su insaciable consumo.