FUENTE : EL DEBATE
La Comisión de Control de Medios de Comunicación de Francia ha multado a la cadena de TV CNews por afirmar, en uno de sus programas dominicales en febrero de 2024, que el aborto, con 73 millones de casos al año, es la principal causa de muerte en el mundo, por delante del cáncer, que registra anualmente 10 millones. Para el ministro de Sanidad francés del momento, el escándalo provocado por la cadena llevó a que, pocos meses después, se incluyera el derecho al aborto en la Constitución francesa. Frente a este clima de cancelación, lo sensato quizá sea revisar las perspectivas en torno a la interrupción violenta del embarazo. Veamos. Ya en el siglo IV, la antropología de Gregorio de Nacianzo, en su Sermón 38, una de las meditaciones más profundas y elocuentes sobre la creación del ser humano a imagen de Dios, ofrece un primer ejemplo de nuestra humanidad compartida: Seres de naturaleza común y, al mismo tiempo, individuos únicos, originales e irrepetibles. Si la libertad y racionalidad dan testimonio de nuestro sello divino, también cada nuevo ser que nace de nosotros trae esas facultades impresas en su esencia. De ahí el reconocerlo como «uno» más. A esta doctrina se opone la moral de Nietzsche y su concepto del juego de poder, que reduce a esclavitud toda falta de fuerza, de afirmación de uno mismo o de independencia.
Pero lo que fundamenta el debate sobre el aborto son ciertas teorías filosóficas acerca del «surgimiento humano»: ese fenómeno de cuerpos que emergen de otros cuerpos; de la vida que surge de otra vida. La aparición del nuevo ser afecta, de diversas maneras, la experiencia de la madre. En este sentido, el embarazo se presenta como un encuentro personal con un ser que es «otro» que la madre, con quien coexiste. No obstante, la llegada inicial de la criatura es sutil; su comienzo está velado. Esta forma de coexistencia enfrenta a la madre al más primitivo de los dilemas éticos: reconocer al hijo como «otro» y, al mismo tiempo, admitirlo en el círculo de sus amores. Aunque la cuestión afecta principalmente a la esfera íntima de la madre, también posee carácter político, por cuanto conmueve a la comunidad. Entre las teorías seculares del reconocimiento más influyentes en la defensa del aborto están, por un lado, el enfoque que define el encuentro como un diálogo y, por otro, el que lo plantea en términos contractuales. El primero se debe a Martin Buber, quien caracterizó esos encuentros con el Otro como dos sujetos: Yo y Tú. Según Buber, sólo en el encuentro Yo-Tú puede haber verdadera reciprocidad. Ahora bien, la relación Yo-Tú puede presentar formas asimétricas. Es el caso del nuevo ser, que, oculto bajo el manto de su incapacidad de origen, llega inhabilitado para ejercer una mutualidad horizontal con la madre. La otra teoría otorga a este encuentro un carácter normativo y transaccional. Como contrato, tiende también a subestimar el surgimiento del nuevo ser. En esta concepción, central en las teorías políticas de Hobbes y Locke, el contrato se da en un encuentro horizontal y simétrico entre las partes. El ser-en-el-mundo no coincide necesariamente, salvo que se elija, con la idea de ser-con (otros).
En medicina sabemos que el ser-con es un rasgo innato de toda vida humana, aunque andando el tiempo muchos encuentros se vuelvan contractuales y acordados. La aparente ausencia de reciprocidad en la relación puede llevar a la embarazada a sentirla como una carga, siempre que olvide —claro— cómo surgió ella misma. Cada nueva vida humana revela esta mutualidad asimétrica. Nadie vive o se desarrolla sin ayuda de otros. Estas teorías seculares no reconocen una parte de la relación entre la madre y el nuevo ser. Tampoco responden a cuestiones fundamentales del aborto. No reconocen el lugar insólito del que emerge el embrión. Existe una antigua tradición que justifica que, en defensa propia, se puede matar al agresor a resultas de la legítima defensa, aunque no como intención primaria. Del mismo modo, se ha considerado el embarazo una amenaza no sólo a la autonomía corporal de la madre, sino a su propia vida. Si una mujer es violada, el embarazo constituye una grave invasión a su integridad física. Si sufre cáncer de útero, su vida es la que se expone a morir. Si el feto padece síndrome de Down, la amenaza —dice P. Singer— compromete la dedicación a los futuros vástagos. Por inocente que subjetivamente sea, la presencia del feto es siempre una amenaza objetiva. Sin embargo, madre e hijo están tan inextricablemente unidos que es imposible que aquella retire su apoyo corporal sin que éste muera. Tales situaciones se utilizan por quienes pretenden justificar moralmente la autodefensa homicida. Ahora bien, la visión del embarazo como amenaza esconde un problema irresoluble: el cuerpo no deseado, que aparece como intruso en el claustro uterino, invade un espacio ajeno, sí, pero resulta que es el único espacio del mundo del que puede emerger.
Por todo ello, sin fundamento sólido sobre el que reconocer al nuevo ser como miembro de la comunidad, estas teorías nada tienen que decir de la protección al producto de la fecundación. Con frecuencia se olvidan las bases científicas para alumbrar el debate. La vida, como fenómeno que se transmite a través de las generaciones, tiene su origen en la unión de un óvulo y un espermatozoide. En la fecundación se forja una célula especial llamada cigoto, cuya dotación genética es única, original y distinta de la de sus progenitores. Ninguna fase embrionaria, aun desde la misma fecundación, ha demostrado ser un simple cúmulo celular. Por el contrario, es un organismo complejo y organizado, cuyo continuo desarrollo está siempre —y hasta su último latido— vinculado a los miembros de su especie. Negar esta realidad, por incipiente que sea la fase de desarrollo embrionario, no se corresponde con la verdad. Claro que considerar al embrión o al feto abortado como una persona muerta, convierte la «interrupción voluntaria del embarazo» en un acto homicida, así como en la lamentable primera causa de muerte en el mundo. Pero pocos se atreven con el becerro de oro soterrado en estas teorías seculares. El colapso axiológico hunde sus raíces en un ideal corrupto que, protegido por el ordenamiento jurídico occidental, da pábulo al aborto y a otras prácticas, al menos, cuestionables. El vellón dorado alrededor del cual bailan las nuevas instituciones —imagen de un rito que se busca a sí mismo— lo representa la figura del individuo autónomo, esa suerte de estado endiosado de separación, del ser sólo para sí mismo y en sí mismo, que no necesita un tú que le muestre ningún camino y que decide en su propio interés. A ese ídolo lo protegen leyes, que preservan su autonomía frente a responsabilidades como la de cuidar de los débiles —salvo si pertenecen a otra especie. Prohibir la realidad del feto para preservar la autonomía de la gestante dota a la ley francesa de un carácter fuertemente totalitario. Dicha cualidad funda una escuela de costumbres contraria a los principios que definen la civilización. Si se ignora la dignidad del embrión humano, la ley del más fuerte prevalecerá sobre la del débil, y entonces habremos emprendido el camino de vuelta a la selva, si no lo ha hecho ya el país vecino.